Dicen que era, por parte de madre, nieta de Pelayo el primer rey de Asturias. Aquel de la mítica batalla de Covadonga.
Pelayo casó con Gaudiosa. Tuvieron varios hijos, no se sabe cuántos ni sus nombres. Citaremos los tres conocidos: Freiluba, Favila y Ermesinda, madre de Adosinda.
Por parte de padre, su abuelo fue Pedro, duque de Cantabria y primo de Pelayo. Desconocemos con quien casó. Tuvo dos hijos del matrimonio Alfonso y Fruela.
Alfonso caso con Emersinda y es por tanto, que sepamos, el padre de Adosinda, Fruela y Vimarano, ( éste asesinado por su hermano Fruela ), y de otro nacido de una relación con Sisalda, una esclava musulmana: Mauregato, quien como la mayoría los hijos bastardos de reyes, jugará un papel importante más adelante.
Situado el linaje, vamos a ver cómo llegó a reina.
A Pelayo ( 718-737 ) le sucede su hijo Favila, ( 737-739 ) que, como vemos reinó sólo dos años. Murió, según dicen, despedazado por un oso.
La monarquía fue electiva en el antiguo reino de Asturias hasta comienzos del siglo XI, siguiendo el ejemplo de la monarquía visigoda que no había tenido tiempo de asentar el principio de monarquía hereditaria. Durante el periodo electivo nunca fue elegida una mujer. Más adelante ya fue posible la sucesión femenina e incluso la regencia por minoría de edad.
Muerto Favila le sucede el marido de su hermana Emersenda, primo y yerno de Pelayo. Fue Alfonso I el Católico ( 739-757). Luchó sin descanso contra los musulmanes.
A su muerte le sucede su hijo Fruela ( 757- 768 ) quien caso con Munia, prisionera de los vascones e hija del galo Eudo. Son los padres de Alfonso II, de Aurelio y de Jimena, madre de Bernardo del Carpio, el de la canción de Roldán.
Cuando muere asesinado Fruela, Adosinda temiendo por la vida de su sobrino Alfonso, lo envía al monasterio de San Julián de Samos en Lugo, para darle protección y formación cultural.
A Fruela, le sucede Aurelio ( 768-774 ). Se sabe que vivió en paz con los musulmanes. Protegió a Adosinda a quien mantuvo en la corte.
Muerto Aurelio, le sucede Silo (774-783 ), marido de Adosinda, con quien se había casado por amor, cosa rara en aquel tiempo.
El trono le correspondía a ella por linaje, pero el Consejo eligió su marido y el linaje cambió.
Silo era hijo de Fruela el hermano de Alfonso I, por lo que los esposos eran primos.
El nuevo rey trasladó la corte desde Cangas de Onis, a Pravia la antigua Flavium Avia de los romanos.
La situación estratégica y defensiva de Pravia era mucho mejor, ya que era un centro de comunicaciones de las antiguas vías romanas. Por ella pasaba La Mesa que conducía a Astúrica ( Astorga) y posibilitaba una buena comunicación con el resto de los territorios.
Silo mantuvo la paz con los musulmanes, pero tuvo que luchar contra los gallegos.
Por Silo esta firmado el primer documento que se conserva de esa época.
El matrimonio no tuvo hijos varones.
A la muerte de Silo, la reina Adosinda lucha para hacer rey a su sobrino Alfonso, el hijo de Fruela, lo cual intenta lograr con mucho empeño y la ayuda de los nobles. Pero la mayoría se resisten, temiendo represalias de éste por la muerte de su padre.
Aprovecha la circunstancia su hermanastro Mauregato, quien pactando con el emir Abderramán, al que promete pagar cada año un tributo de cien doncellas, ¿leyenda?, cincuenta nobles y cincuenta plebeyas, se hace con el trono. Destierra a Alfonso a Álava, donde tuvo que huir a uña de caballo, y obliga a Adosinda a ingresar en un convento, concretamente en Santianes de Pravia, en el que profesa el 26 de noviembre de 785 y en el que residió, hasta su muerte, con su hija Maria y sus damas.
Como se ve, la reina Adosinda vivó en una época muy difícil sobre todo para las mujeres, relegadas a consortes o a monjas.
No llegó a ver en el trono a su sobrino Alfonso quien reinó como Alfonso II el Casto y trasladó la Corte a Oviedo. Con él se extingue esta rama de la dinastía .
Piedra laberintica del rey Silo. La original era una piedra con unas dimensiones de 52,96 cm. de largo por 42,15 de ancho y un espesor de 12 cm formada por 19 columnas y 15 filas, con 285 letras talladas en capital romana formando la frase «SILO PRINCEPS FECIT» partiendo de la S central (La combinación de las letras de columnas y filas dan un resultado total de 45.760 repeticiones de la frase).
La piedra actual está situada sobre el dintel de la puerta de entrada de Santianes en el mismo lugar que la original, de la que se conserva un trozo.
REYES EN LA EDAD MEDIA
LA REINA GOSWINTHA
Nació en Toledo en el seno de una familia visigoda, sobre el año 530. Perteneció a una de las estirpes más influyentes en la política de aquellos años: Los Baltha, llamados popularmente baltos o baltingas. Tuvo una educación de influencia romana, poseyendo por ello grandes dotes de oratoria que la llevaron a brillar con luz propia en la sociedad y la política del reino hispano.
Fue durante su matrimonio con el magnate godo Atanagildo cuando Goswintha comienza a diseñar su arrolladora personalidad política. Cuando el rey de aquel momento, Teudiselo, es asesinado, Atanagildo pretende el trono creándose un conflicto con el bando de Agila que fue finalmente el triunfador. Desde ese momento comenzó a perfilarse en la sombra la figura de Goswintha, urdiendo estrategias y conspiraciones, ayudada no solo por sus dotes de oratoria sino también por su belleza.
Influenciado por ella, Atanagildo se rebela contra el rey Agila, provocando una guerra civil. Atanagildo pide ayuda a los bizantinos y consigue tras el asesinato de Agila el deseado trono. Mientras duró la guerra, Goswintha dirige desde Híspalis la política exterior rebelde y es ella quien consigue las alianzas necesarias.
Atanagildo y Goswintha tuvieron dos hijas que casaron con los reyes francos de Austrasia y Neustria, para sellar alianzas que trajeran la paz y permitieran al reino hispano afianzar su posición en el Mediterráneo.
Tras enviudar de su primer marido, la reina casa en segundas nupcias con el rey del momento, Leovigildo, el rey reformador, al que ayuda a conseguir el trono tras la sospechosa muerte de su hermano Liuva I.
La reina acuerda la boda de su nieta Ingundis de Austrasia con Hermenegildo, el hijo mayor de su segundo marido, para continuar influyendo a través de la princesa en la política del reino. Goswintha era entonces la depositaria del tesoro regio, así lo dejó dispuesto su primer marido el rey Atanagildo, y eso le confirió un gran poder, puesto que agradar a la reina era el único modo de disfrutar el inmenso caudal proveniente de los saqueos y los expolios de años y años de luchas.
El rey Leovigildo, el primer nacionalista de la historia de Hispania, pretende transformar el reino empobrecido y atrasado y reformar la política para situar a la nación en el contexto de las grandes naciones del momento. Para ello el rey se apoya en algunos nobles hispanorromanos y promulga elCodex Revisus rectificando varias disposiciones delCodigo de Euricopor el que se regía hasta entonces la vida del reino. También pretende el rey transformar la monarquía en sucesoria para evitar así el asesinato de reyes y las encarnizadas y sangrientas luchas de poder. Todo esto es contrario a los intereses de la reina y su poderosafactiobaltinga que declaran la guerra frontal a los católicos y urden un complot para obstaculizar las reformas.
Goswintha, tras el asesinato de su hija la reina de Neustria a manos de la concubina de su esposo el rey Chilperic I y con el consentimiento de este naturalmente, trata de convertir a su nieta católica Ingundis de Austrasia, al arrianismo. Un día se entabla entre ambas una fuerte discusión, a propósito de la conversión, que desemboca en una terrible paliza a la princesa, que queda inconsciente y medio muerta. Leovigildo decide enviar al príncipe Hermenegildo y a su esposa Ingundis a Hispalis para que se restablezca la paz en la familia y cese el acoso de la reina a su nieta católica. Allí les recibe el obispo Leandro, fanático católico, enemigo acérrimo de Goswintha que presiona al príncipe con la ayuda de su esposa hasta lograr su conversión y en consecuencia su rebelión contra el rey arriano de Hispania, contra el rey Leovigildo.
El reino hispano se ve envuelto a la misma vez en una guerra en la Septimania contra Gontram el rey de Borgoña y contra el dux de Aquitania, aliado con el anterior. El príncipe Recaredo, hijo menor de Leovigildo parte hacia allí con un gran ejercito y tras varios meses de lucha enconada y terrible, vence a los invasores. Mientras, el rey lleva a cabo otra de sus incursiones contra los vascones a los que trata de someter o por lo menos frenar en su expansión, manteniéndolos dentro de sus límites históricos.
Nadie envía un ejército contra la Bética donde Hermenegildo se ha convertido y se ha autoproclamado rey en solitario. El rey de Toledo le reconviene gravemente y le ordena rectificar y ante su negativa le revoca el mando militar y le retira la asignación económica. Hermenegildo hace caso omiso y todo continúa igual. De alguna parte llegan a Híspalis dineros para el sostenimiento de la corte. Alguien financia al príncipe. Tal vez la iglesia católica o quizá el reino de Austrasia, patria de Ingundis.
Casi un año después de la rebelión del príncipe, Leovigildo y Recaredo marchan con sus ejércitos sobre la Bética. Emérita Augusta sufre un asedio de un año y en Híspalis faltan alimentos y sobre todo agua porque el rey ha mandado desviar el curso del rio Betis. Leovigildo ofrece varias veces a su hijo la libertad a cambio de la rendición, pero el príncipe es un rehén en manos de la conjura que orquestó Goswintha desde el principio; desde que propinó sin ningún motivo para ello la terrible paliza a su nieta, obligando al rey a enviarlos a Híspalis donde la reina sabía que su enemigo Leandro haría su trabajo tratando de convertir a Hermenegildo. También supo utilizar en su provecho el descontento de las tribus visigodas contra el rey, que andaba tratando de retirarles potestades por completo, alzándose como monarca absoluto y gobernando en nombre de Dios, dando origen con ello a una dinastía. Mezcló los ingredientes y la masa fermentó hasta estallar.
La guerra civil fue solamente de godos contra godos, ya que los católicos se mantuvieron en su gran mayoría al margen del conflicto. Ingundis y su hijo fueron sacados de Híspalis por los bizantinos a petición de Leovigildo y llevados a la capital del imperio. Ingundis fallece durante el viaje se cree que en Sicilia. El pequeño Atanagildo llega a Bizancio y allí se pierde su rastro. Goswintha había enviado sicarios tras ellos no se sabe ciertamente con qué intención, aunque se puede suponer.
Hermenegildo perdió la contienda como era de esperar siendo detenido y desterrado a Valencia. Más tarde fue llevado a Tarragona donde muere asesinado en prisión por orden de la reina. Cuando Recaredo sube al trono, poco tiempo después, convoca un concilio en Toledo y se convierte al catolicismo. Su padre se lo había aconsejado antes de morir como modo eficaz de lograr la deseada unidad nacional. Goswintha urde un complot para envenenarle pero el rey y su gente lo descubren y la reina es encarcelada y ejecutada.
Así termina la vida de la más enigmática y la más influyente y la más seductora y la más ambiciosa de las reinas visigodas.
IMPERIO DE LA EDAD MEDIA
Siguiendo a sus predecesores, especialmente a Constantino, - que llegó a considerarse obispo y decimotercer apóstol -, Justiniano consideraba que la unidad del Imperio pasaba por la unidad religiosa y, si bien, Justiniano era ferviente partidario de la ortodoxia nicea, también es cierto que consideraba que el emperador debía ser cabeza de la Iglesia, pues lo mismo que había un único Dios que gobernaba en el Universo, debía existir un único emperador que rigiera en la tierra; de hecho, a modo de ejemplo, cabe señalar que el "complicado ceremonial cortesano, que la Iglesia ortodoxa griega recogió en su liturgia, tendía a identificar al emperador con el propio Dios".
Para la teoría imperial, el emperador era concebido como mediador entre Dios y los hombres, cuyo deber era asegurar la salud espiritual de sus súbditos y velar por el cumplimiento de la voluntad de Dios, de manera que "el emperador se arrogaba así el derecho de decidir en todos los ámbitos, tanto en los seculares como en los espirituales".
Puesto que de la unidad religiosa dependía la unidad del Imperio, y puesto que el monofisismo era fuerte, especialmente en Egipto y Siria, Justiniano, - muy influido además por su mujer, Teodora, de simpatías monofisitas -, creyó necesario buscar vías de conciliación a fin de evitar tensiones internas y conseguir una unidad sin fisuras. Para ello, propuso la llamada fórmula teopasquita. Pero esto implicaba la intervención directa del emperador en cuestiones de doctrina cristiana. Frente a estos intentos de usurpación de funciones, el papa Agapito I (535 - 536) resolvió convocar, por su iniciativa, un Concilio que habría de celebrarse en Constantinopla (en 536), en el que se reiterarían las condenas al monofisismo. Medio siglo antes, Félix II (483 - 492) había excomulgado a los patriarcas de Constantinopla (Acacio) y Alejandría por aceptar el Henotikón, decreto firmado por el emperador Zenón y que, como la fórmula, contemplaba cesiones al monofisismo, en lo que supuso el primer cisma oficial con Oriente (Cisma de Aecio), que se prolongaría hasta 518 a causa de la postura del nuevo emperador Anastasio (491 - 518), que simpatizaba con el monofisismo.
Pero Justiniano dio un grave paso: El Concilio de Calcedonia de 451 había rehabilitado a tres autores que en un principio habían simpatizado con el nestorianismo (precisamente la doctrina que había suscitado, como respuesta, el monofisismo). Justiniano, para atraer a los monofisitas, propuso que se condenaran algunos de los escritos de estos autores (cuestión conocida como de los Tres Capítulos), pero como el papa, Vigilio, a la sazón, se negara a tal condena, el emperador resolvió llevarle a la fuerza a Constantinopla para, convocado un concilio (548), obligarle a condenar dichos escritos. La intervención del emperador en asuntos eclesiásticos y de fe no podía llegar a mayor extremo.
Será la actitud de los emperadores bizantinos y el rechazo de los patriarcas orientales a aceptar la primacía del Obispo de Roma, lo que llevara a los papas a buscar nuevos apoyos entre las monarquías germánicas, especialmente entre la pujante y estratégicamente situada monarquía franca.
La presión ejercida por las invasiones lombardas, por las ambiciones de la aristocracia romana y por el emperador bizantino en el contexto de la Querella Iconoclasta, lanzaron al Papado en brazos de los gobernantes de un reino franco, que se mostraba activo y eficaz en la lucha contra diversos enemigos, que ampliaba sus fronteras de día en día y que, en la persona de los antiguos mayordomos de palacio, la dinastía pipínidas, puesta en marcha por un noble de Brabante, Pipino el Viejo, se muestra defensora de la Iglesia y el catolicismo.
El Papado y el Imperio Carolingio
Teniendo en cuenta el prestigio e influencia del Papado en Occidente, y en base a la llamada Leyenda de San Silvestre por la cual, el Papa habría recogido las insignias imperiales de las que Constantino, arrepentido por sus pecados, se habría despojado, el rey de los francos, Carlomagno, se preocuparía de ayudar al Obispo de Roma a mantener su posición en Italia, a cambio de ser coronado como emperador: Así, en la Navidad del año 800 - y tomando como excusa el "femíneo reinado" de Irene en Bizancio - el Papa recompensaba al monarca franco, coronándole como emperador.
Sin embargo, las tensiones surgieron enseguida, dado que el concepto de dignidad imperial era interpretado de manera bien distinta en Roma y Aquisgrán. Para el Papa, el Emperador de los romanos no era sino, el protector de la Iglesia y la Roma de San Pedro, es imperator, pero también ortodoxus: Ser emperador no es sólo un título que permite ejercer la soberanía sobre el orbe, sino una responsabilidad, un ministerio, y en consecuencia, la Iglesia no sólo define el concepto y los fines del Imperio, sino que incluso puede juzgar los actos del emperador y quitarle lo que le dio.
Sin embargo, para la cancillería carolingia, la dignidad imperial, si bien ha sido otorgada por el Papa, es ostentada por Carlomagno en base a su esfuerzo y la lucha en defensa del Papa y de la Fe: No depende, pues, exclusivamente del Papa, de manera que el emperador también tiene la iniciativa. Para los intelectuales áulicos de la corte carolingia, la Europa cristiana ha sido reunida por Carlomagno a través de sus victorias, y lo ha hecho como vicario de Dios, como guía ayudado por la divina piedad, mostrando que los francos son el nuevo pueblo elegido, y Carlos el nuevo David. El emperador ha de defender militarmente a la Iglesia y preocuparse de ejercer su autoridad con justicia y conforme al orden natural querido por Dios (ortodoxo), mientras que el Pontífice se limitaría a interceder por el Emperador para que cumpliera con dichas tareas. Ahora bien, no es el Papa la cabeza del Universo, lo es Dios, ni tampoco puede ejercer potestades terrenales, lo que corresponde al emperador, de manera que, no corresponde al Papa enjuiciar a los príncipes, ni fijar los objetivos del emperador y menos aún arrebatar la dignidad imperial al titular de la misma, cosa que sólo correspondía a Dios, cuya voluntad se manifestaría en caso de no obtener el emperador victorias, lo que reflejaría la pérdida del favor de Dios.
Precisamente, tras la muerte de Carlomagno, el Imperio entra en un rápido e imparable proceso de descomposición: El Papado retoma la iniciativa, reivindicando Nicolás I la primacía del Papa e insistiendo en que el poder imperial derivaba de la autoridad pontificia, de manera que hacía al emperador súbdito del Papa: La desobediencia al mismo, implicaba no sólo infidelidad, sino idolatría.
La descomposición de la dinastía carolingia y el imperio franco vino motivada por la dura pugna que enfrentó a los diversos hijos de Luis el Piadoso por desligarse de un poder central y hegemónico, pero también por la incapacidad de los dinastas carolingios de defender a sus súbditos de las terribles incursiones de normandos y magiares, que además eran paganos.
Los éxitos de Enrique de Sajonia, conocido como el Cetrero o el Pajarero, frente a los magiares, llevó al Papado a trasladar la dignidad imperial del Norte de Francia y el linaje carolingio, a Alemania y un nuevo linaje, el sajón. Sin embargo, los proyectos de Imperio cósmico suscitados por un sucesor de Enrique I, Otón III o cuestiones como la Querella de las Investiduras, no son sino algunas de las más importantes manifestaciones de las distintas concepciones que, sobre el poder imperial, se tenían en la Europa medieval.
El interés de algunos sectores nobiliares por mantener la autonomía y evitar un fortalecimiento excesivo de la autoridad imperial, hasta el punto de no estar contrapesada por la auctoritas pontificia, contribuirá a generar una corriente ideológica y política que conocemos como güelfa, por la familia Welf de Baviera, que había sido muy receptiva en tiempos de Gelasio I a las doctrinas pontificias.
Podemos decir que la definición del poder imperial y las pugnas con el Papado serán una constante a lo largo de la Edad Media, manteniéndose, al menos, durante buena parte de la Edad Moderna.
El surgimiento de las ciudades, la formación de una próspera clase media, las reformas monásticas y el contacto con otras culturas estimularon el desarrollo cultural. Los príncipes y la Iglesia necesitaban de personas instruidas en las leyes. El comercio internacional y las operaciones de dinero requerían de un mayor grado de instrucción. Con el fin de responder a estas exigencias se formaron asociaciones de profesores y estudiantes, comparables a los gremios con sus maestros y aprendices. Estas corporaciones de estudio recibieron el nombre de Universidades. La primera fue la Escuela de Bolonia, famosa por sus juristas.
Luego, los príncipes y reyes fundaron Universidades en toda Europa. La fundación debía ser aprobada por el Papa. Cada Universidad recibía sus estatutos propios. La Universidad estaba dividida en las cuatro Facultades de Artes, Medicina, Derecho y Teología. El primer grado universitario era el Bachillerato. El título de Magister confería el derecho de enseñar en la Universidad. Los estudios culminaban en el Doctorado.
Las Universidades servían a la formación profesional y preparaban a los profesores, médicos y abogados que la sociedad necesitaba. Pero su tarea más elevada consistía en la búsqueda e interpretación de la verdad. Los sabios cristianos estaban convencidos de que la razón y la fe se complementaban. La filosofía y la teología debían explicar los misterios de la revelación divina. El sabio más famoso de la Edad Media fue Santo Tomás (1225-1274), el principal representante de la Escolástica, quien creó una síntesis de la filosofía aristotélica y del pensamiento cristiano.
Durante toda la Edad Media el latín fue la lengua de la Iglesia, de las Universidades y de la ciencia. Al formarse las nacionalidades europeas, éstas desarrollaron sus propias lenguas, que luego encontraron también expresión literaria. En España nació como primer documento literario de la lengua vernácula el Poema del Cid. Se considera que la obra literaria más grandiosa de la Edad Media es la Divina Comedia, del poeta italiano Dante. Esta obra, que narra la historia del viaje mítico del poeta por el infierno, el purgatorio y el cielo, es auténtica expresión del espíritu religioso de la Edad Media.
La religiosidad medieval encontró también su expresión en las creaciones del arte y, en especial, en la arquitectura. A partir del siglo X se desarrolló el arte románico, que se caracteriza ante todo por el empleo del arco de medio punto y la bóveda y la cúpula de media naranja. En el siglo XII nació en Francia un nuevo arte que recibiría el nombre de gótico. Sus elementos más típicos son el arco apuntado u ojiva, las ventanas de lancetas, los rosetones y las vidrieras de múltiples colores. La catedral gótica, con sus altas torres y sus altas naves era expresión de una profunda religiosidad y de la mística esperanza del hombre medieval de unirse a Dios.
Después
de la devastación de la peste negra, la población europea ha disminuido mucho.
Muchos señores feudales decidieron aumentar los impuestos, honorarios y deberes
de los sirvientes. Muchos tuvieron que trabajar horas extras para compensar el
trabajo de aquellos que murieron en la epidemia. En muchas partes de Inglaterra
y Francia fueron alzadas revueltas campesinas contra la explotación extenuante
de los señores feudales. Contrarrestada con violencia por los nobles, muchas
revueltas (conocidas como jacqueries) fueron mitigadas y otras lograron sus
propósitos, reduciendo la explotación y trayendo nuevos derechos a los
campesinos.
Revueltas campesinas en la Edad Media Durante algunos siglos en la Baja Edad Media, entre el siglo X y XV, la estabilidad económica y social procedente de las Cruzadas y el desarrollo comercial respaldaron un tiempo de relativa prosperidad. Sin embargo, la propagación de la peste negra en la Europa medieval llevó a un proceso muy violento de la crisis económica donde la mano de obra disponible se convirtió en mucho más pequeña y, en consecuencia, impedía el equilibrio entre la producción agrícola y la demanda de alimentos. La escasez de alimentos empujó a muchos propietarios a promover el aumento de impuestos y derechos sobre la clase servil. A través de esta medida, los propietarios pretendían garantizar el mantenimiento de su nivel de vida y, al mismo tiempo, evitar que los campesinos abandonasen sus dominios con facilidad.
En las zonas urbanas, estas dificultades también llegaron a los trabajadores libres que tuvieran sus salarios manifiestamente reducidos con la bajada del mercado de consumo. Al mismo tiempo en que estos factores contribuyeron para que las relaciones entre siervo y señor se estancasen, hay que mencionar que los cambios climáticos ocurridos en esa época tuvieron una gran importancia para la generación de varias revueltas campesinas. De hecho, la importancia de estos levantamientos encubre todo el pasado monopolizado por los escritos de la clase clerical, que acostumbraba enfatizar la relación armoniosa entre el señor y sus siervos. En la década de 1320, los disturbios urbanos de trabajadores belgas marcaron el germen de la crisis que se estaba gestando en Europa. Unas décadas más tarde, Francia se convirtió en el escenario idóneo de las revueltas campesinas que fueron denominadas despectivamente como jacqueria (posiblemente por la chaqueta que solían llevar llamada jaque). El estallido de estos disturbios en Francia debe ser considerado en el contexto de la turbulenta época de la Guerra de los Cien Años. En ese momento, las pérdidas en los combates contra los británicos, el arresto del rey Juan II y el aumento de los impuestos sobre los campesinos eran las razones específicas que explican la organización de estos disturbios. En varios documentos se hace hincapié en que los implicados en la revuelta criticaron la subordinación existente a las autoridades de la época.
La pandemia más destructiva en la historia de Europa fue la peste bubónica que asoló al Viejo Continente entre los años 1348 y 1361, ya la que se dio el nombre de “muerte negra”. Continuaremos llamando así a esta epidemia, reservando el nombre de plaga para otras pestes, tales como la de Londres de 1665.
Como dijimos, la palabra “bubónica” se refiere al característico bubón o agrandamiento de los ganglios linfáticos. Esta plaga es propia de los roedores y pasa de rata en rata a través de las pulgas: la pulga pica a una rata infectada y engulle el bacilo junto con la sangre; este bacilo puede quedar en el intestino del animal durante tres semanas y cuando pica a otro animal o a una persona, lo regurgita e infecta.
En el caso de la verdadera peste bubónica, los humanos sólo se contagian por la picadura de la pulga, nunca por contacto directo con un enfermo o a través de la respiración.
El transmisor más común de esta infección es la rata negra (Raltus rattus). Este animal es amigable con el hombre, tiene aspecto agradable y está cubierto de una piel negra y brillante. A diferencia de la rata marrón que habita en las cloacas o establos, ésta tiende a vivir en casas o barcos. La cercanía con el hombre favoreció la traslación de las pulgas entre ratas y humanos, y así se propagó la peste. La enfermedad, ya fuera en el caso de las ratas o de los humanos, tenía una altísima tasa de mortandad, y en algunas epidemias alcanzó el 90 por ciento de los casos, siendo considerado “normal” un índice de fallecimiento promedio del 60 por ciento.
La bacteria infecciosa Pasteurella pestis, conocida ahora como Yersinia, se multiplica rápidamente en la corriente sanguínea, produciendo altas temperaturas y muerte por septicemia. Pero esto no ocurre a menudo en epidemias de verdadera peste bubónica, pues para ello se requiere una altísima transmisión de la infección a través de las pulgas.
En ciertos casos, por razones desconocidas, la infección puede adquirir la forma de una neumonía, y no necesita de la picadura de pulgas sino que se transmite de persona a persona, por contacto o a través de la respiración. En una gran pandemia existen ambas; no obstante, la del tipo neumónica se expande más rápido y más extensivamente, con una mayor incidencia de casos y una mortandad superior, puesto que la neumonía, la mayoría de las veces, es letal.
A lo largo de la historia, las plagas de peste bubónica han sido escasas. Se conocen cuatro grandes pandemias: la de Justiniano (540-590 d.C.), que puede haber llegado hasta Inglaterra; la “muerte negra” (1346-1361); la “Gran Plaga” en la década de 1660, y una pandemia que comenzó en Asia en 1855 y causó muchas muertes en Cantón, Hong Kong y Rusia, llegando a Gran Bretaña en 1900, donde produjo decesos en Glasgow, Cardiff y Liverpool. En la última pandemia, Ogata Masanori notó tal cantidad de ratas muertas que la denominó “la peste de las ratas”. En China y Rusia prevaleció la epidemia del tipo neumónica, y en Europa se propagó la del contagio por picadura de pulgas a ratas infectadas.
La plaga de Justiniano y la Gran Plaga comenzaron en la costa y se propagaron tierra adentro. La gente que atendía a los enfermos no corría más riesgo de contagio que aquella que no lo hacía. En Constantinopla al principio las muertes no fueron muchas, pero al poco tiempo los decesos aumentaron de tal manera que a los cuerpos no se les podía dar adecuada sepultura.
En la plaga de Londres de 1665 se observó el mismo patrón: el 7 de junio Samuel Pepys notó sólo dos o tres casas con la cruz roja pintada en la localidad de Drury Lane; en cambio, desde la primera semana de junio hasta comienzos de julio, la lista de muertes fue aumentando de 100 a 300, y luego a 450 casos. Finalmente creció hasta llegar a los 2.000 en la última semana de julio, a 6.500 a fines de agosto y a 7.000 casos en la tercera semana de septiembre, el pico más alto.
La población de Londres en 1665 se calculaba en 460 mil personas y rara vez la ciudad estaba completamente libre de la plaga. El aumento de 200 a 300 casos se puede atribuir al contagio a través de las ratas, pero la mortandad de miles de personas indica un contagio de persona a persona. En consecuencia, esta plaga, que comenzó como una verdadera peste bubónica, evolucionó hacia el tipo neumónico. Sucedió algo parecido en la de Justiniano, y debió haber sido igual en el caso de la muerte negra.
Desde Oriente: La muerte negra, se presume, comenzó en Mongolia. De allí, una horda de tártaros —un pueblo de origen turco que invadió Asia Central— la llevó al istmo de Crimea, donde sitiaron a un grupo de mercaderes italianos en un puesto de trueque llamado Caffa (Teodosia en la actualidad). De acuerdo con una versión, la plaga apareció en Caffa en el invierno de 1346, sin duda contagiada por las ratas. Otra versión la atribuye a que los tártaros arrojaron cadáveres infectados por encima de los muros. En ambos lados hubo muchos muertos y por esa razón el sitio fue levantado. La horda se dispersó y diseminó la plaga alrededor del mar Caspio y desde allí, por el norte llegó a Rusia y por el este a la India y a China en 1352.
Los italianos supervivientes escaparon por mar hacia Génova y, según el cronista Gabriel de Mussis, durante el viaje no hubo ningún caso. Después que el barco atracó, al primero o segundo día la plaga se desató de forma devastadora. Mussis dejó constancia de que se trató de una infección rata-pulga-hombre’, clásica de la peste bubónica. Desde Génova, la plaga se extendió en semicírculo a través de Italia, Francia, Alemania y Escandinavia, llegando a Moscú en 1352. Los historiadores calculan que la cantidad de muertos alcanzó los 24 millones alrededor de un cuarto de la población de Europa y Asia.
En la historia escandinava, esta plaga tuvo un impacto mucho mayor que cualquier otro acontecimiento. Los barcos trasladaron la infección a los asentamientos de Groenlandia, fundados originariamente por Erik el Rojo en el año 936. Estas colonias se debilitaron de tal manera por la plaga y la falta de abastecimientos provenientes de Noruega que fueron borradas del mapa al sufrir el ataque de los inuits. Los últimos pobladores vikingos desaparecieron de la zona en el siglo XIV y desde entonces Groenlandia fue una región desconocida, hasta que John Davis la redescubrió en 1585. Se cree que los pobladores vikingos tenían contacto con Vinland, en las costas de Canadá, de manera que la muerte negra debe haber alterado también la historia del poblamiento de América del Norte.
En Inglaterra: La muerte negra llegó a Inglaterra alrededor del 24 de junio de 1348 probablemente a bordo de un barco que provenía de Gasconia y atracó en el pequeño puerto de Melcombe, en el condado de Dorset.
La infección allí se mantuvo bajo la forma de peste bubónica hasta principios de agoste Desde Melcombe, la plaga viajó por tierra y por mar, en barcos costeros que llevaban la infección a los puertos del sudoeste y a lo largo del canal de Bristol. Luego se extendió tierra adentro, a través de Dorset y Somerset, llegando al gran puerto de Bristol alrededor del 15 de agosto.
Los habitante de Gloucester, atentos a la situación imperante en Bristol, decidieron protegerse y cortaron toda comunicación con esa ciudad, pero todo fue en vano. De Gloucester, la plaga pasó a Oxford y a Londres, donde se constató la aparición el 1ro. de noviembre. Hacia el oeste, la epidemia avanzó más lentamente, ya que los condados de Devon y Cornxvall eran poco poblados, y n llegó a Bodmin, en el centro de Cornwall, hasta la Navidad. Para ese entonces las diócesis de Bath y Gales, que cubrían todo Dorset y Somerset, habían sido infectadas.
La
guerra en la Edad Media fue una de las principales formas de detentar el poder.
Los señores feudales se involucraron en guerras por el afán de obtener mayores
riquezas. Los caballeros formaron la base de los ejércitos medievales.
Valientes, leales y dotados con escudos, cascos y espadas, representaron lo que
había más de noble en la época medieval.
Guerra, ejércitos y su relación con el poder político y administrativo
Desde la caída del Imperio romano a la Baja Edad Media asistimos a una presencia masiva de la infantería en el campo de batalla, independientemente de que en amplios contextos, donde se producían choques con pueblos germánicos, ésta no fuera predominante como hemos apuntado anteriormente. En la Alta Edad Moderna, para el caso de Bizancio, el asedio aún no constituía la técnica fundamental de conducir la guerra. Belisario derrotó a los vándalos en la batalla de Tricamerón (535) cayendo así su reino en manos imperiales tras una muy contundente ofensiva, por lo que el asedio resultó completamente superfluo, incluso a la hora de capturar ciudades fortificadas a conciencia en el norte de África.
Sin embargo, el dominio de la Península Itálica estuvo a merced de estudiados asedios que destacaron por la persistencia en los mismos, siendo necesarias dos décadas para rendir las principales ciudades de esta área al poder bizantino. La movilización masiva de la infantería y los asedios prolongados fueron la tónica general en el debilitamiento de del Imperio bizantino, lo que sumado a las campañas contra los ostrogodos en el 552 y contra el Imperio Persa en el 628 facilitarían considerablemente la conquista de la región oriental del Imperio por los ejércitos islámicos de los siglos VII y VIII, cuando éstos últimos se apoderaron de Palestina, Siria, Egipto y, posteriormente, una parte de la Península Itálica.
Pese al desgaste, a mediados del siglo IX, Bizancio demostró ser capaz de poner en pie un ejército de 120.000 hombres, otro de campaña de 25.000 y, finalmente, otro ejército provincial de hasta 55.000 efectivos. Esto fue posible apoyándose en una base demográfica de unas 8 millones de personas. Las dificultades, por tanto, parecen señalar una tendencia a que estados no consolidados ni suficientemente unificados pusieran en liza grandes ejércitos, lo que a la larga supondría la conquista del territorio romano oriental por tropas musulmanas así como la fragmentación del Imperio carolingio en múltiples estados.
Si el peso de la infantería fue significativo y la mayoría de las veces preponderante desde principios de la Edad Media, no es menos cierto que, a partir de la Baja Edad Media, la caballería no sólo no se mantiene en un plano secundario sino que afirma su importancia. Durante la Guerra de los Cien Años, generalmente fechada entre 1337 y 1435, los franceses recurrieron a la caballería para atacar a los ingleses en Crécy, en 1346, y Poitiers, en 1365.
Los ingleses prefirieron basar su defensa en la infantería al verse obligados a desmontar para resistir la carga de la caballería manteniendo una formación compacta, lo que hizo que, transcurridos los primeros momentos del combate, Inglaterra pudiera pasar a la ofensiva, utilizando la caballería para llevar a cabo devastaciones sistemáticas de las principales fuentes de riqueza del territorio francés así como de sus infraestructuras.
Ello llevaría a Eduardo III a ampliar su soberanía sobre territorios que abarcaban una tercera parte de Francia en 1360. Se estaba imponiendo esta vez un modelo basado en fuerzas militares considerablemente más pequeñas que aquellas que fueron movilizadas en la Alta Edad Media, reclutadas ahora y conforme nos acercamos al siglo XV entre la población autóctona a cambio de un sueldo en reinos de gran tamaño como Francia e Inglaterra -la relajación de los vínculos feudovasalláticos en materia de guerra obligaban a ello- o, en el caso de estados de menor tamaño, al reclutamiento de soldados foráneos, en definitiva, mercenarios.
No podemos descartar por otra parte que el debilitamiento de este vínculo feudovasallático en caso de guerra estuviera directamente relacionado con la centralización del poder político y administrativo en manos de un monarca u otro modelo análogo de soberano que, en el siglo XVI, daría lugar al surgimiento del llamado primitivo Estado moderno.
En
el siglo XI, dentro del contexto histórico de la expansión de los árabes, los
musulmanes conquistaron la ciudad sagrada de Jerusalén. Ante esta situación, el
Papa Urbano II convocó la primera cruzada (1096), con el objetivo de expulsar a
los señalados como infieles (árabes) de Tierra Santa.
Estas batallas, entre
católicos y musulmanes, duraron cerca de dos siglos, dejando miles de muertos y
una estela de destrucción. Al mismo tiempo cuando las guerras fueron marcadas
por las diferencias religiosas, también tuvo un marcado carácter económico.
Muchos
caballeros cruzados, para volver a Europa, saquearon pueblos árabes y vendieron
productos en los caminos, las denominadas ferias y rutas comerciales. De alguna
manera, las cruzadas contribuyeron al renacimiento urbano y comercial desde el
siglo XIII. Después de las Cruzadas, el mar Mediterráneo abrió sus puertas a
los contactos comerciales.
Primera Cruzada
Gregorio VII fue uno de los papas que más abiertamente apoyó la cruzada contra el islam en la península ibéricay quien, a la vista de los éxitos conseguidos, concibió utilizarla en Asia Menor para proteger a Bizancio de las invasiones turcomanas.
Su sucesor, Urbano II, fue quien la puso en práctica. El llamamiento formal tuvo lugar en el penúltimo día del Concilio de Clermont (Francia), el martes 27 de noviembre de 1095. En una sesión pública extraordinaria celebrada fuera de la catedral, el papa se dirigió a la multitud de religiosos y laicos congregados para comunicarles una noticia muy especial. Haciendo gala de sus dotes de orador, expuso la necesidad de que los cristianos de Occidente se comprometieran a una guerra santa contra los turcos, que estaban ejerciendo violencia sobre los reinos cristianos de Oriente y maltratando a los peregrinos que iban a Jerusalén. Prometió remisión de los pecados para quienes acudieran, una misión a la altura de las exigencias de Dios y una alternativa esperanzadora para la desgraciada y pecaminosa vida terrenal que llevaban. Deberían estar listos para partir al verano siguiente y contarían con la guía divina. La multitud respondió apasionadamente con gritos de Deus lo vult ('¡Dios lo quiere!') y un gran número de los presentes se arrodillaron ante el papa solicitando su bendición para unirse a la sagrada campaña. La Primera Cruzada (1095-1099) había comenzado.
El paso de los cruzados por el Reino de Hungría
La predicación de Urbano II puso en marcha en primer lugar a multitud de gente humilde, dirigida por el predicador Pedro de Amiens el Ermitaño y algunos caballeros franceses. Este grupo formó la llamada Cruzada popular, Cruzada de los pobres o Cruzada de Pedro el Ermitaño. De forma desorganizada se dirigieron hacia Oriente, provocando matanzas de judíos a su paso. En marzo de 1096 los ejércitos del rey Colomán de Hungría (sobrino del recientemente fallecido rey Ladislao I de Hungría) repelerían a los caballeros franceses de Valter Gauthier quienes entraron en territorio húngaro causando numerosos robos y matanzas en las cercanías de la ciudad de Zimony. Posteriormente entraría el ejército de Pedro de Amiens, el cual sería escoltado por las fuerzas húngaras de Colomán. Sin embargo, luego de que los cruzados de Amiens atacasen a los soldados escoltas y matasen a cerca de 4000 húngaros, los ejércitos del rey Colomán mantendrían una actitud hostil contra los cruzados que atravesaban el reino vía Bizancio.
A pesar del caos surgido, Colomán permitió la entrada a los ejércitos cruzados de Volkmar y Gottschalk, a quienes finalmente también tuvo que hacer frente y derrotar cerca de Nitra y Zimony, que al igual que los otros grupos causaron incalculables estragos y asesinatos. En el caso particular del sacerdote alemán Gottschalk, éste entró en suelo húngaro sin autorización del rey y estableció un campamento en las cercanías del asentamiento de Táplány. Al masacrar a la población local, Colomán, encolerizado, expulsó por la fuerza a los soldados germánicos invasores.
Después los húngaros detendrían a las fuerzas del conde Emiko (quien ya había asesinado en suelo alemán a unos cuatro mil judíos) cerca de la ciudad de Moson. Colomán de inmediato prohibió la estancia en Hungría de Emiko y se vio forzado a enfrentarse al asedio del conde germánico a la ciudad de Moson, donde se hallaba el rey húngaro. Las fuerzas de Colomán defendieron valientemente la ciudad y, rompiendo el sitio, lograron dispersar las fuerzas cruzadas del sitiador.
Al poco tiempo, el rey húngaro forzó a Godofredo de Bouillón a firmar un tratado en la Abadía de Pannonhalma, donde los cruzados se comprometían a pasar por el territorio húngaro con pacífico comportamiento. Tras esto, las fuerzas continuarían fuera del territorio húngaro escoltadas por los ejércitos de Colomán y se dirigirían hacia Constantinopla. A su llegada a Bizancio, el Basileus se apresuró a enviarlos al otro lado del Bósforo. Despreocupadamente se internaron en territorio turco, donde fueron aniquilados con facilidad.
La Cruzada de los Príncipes
Mucho más organizada fue la llamada Cruzada de los Príncipes (denominada habitualmente en la historiografía como la Primera Cruzada) cerca de agosto de 1096, formada por una serie de contingentes armados procedentes principalmente de Francia, Países Bajos y el reino normando de Sicilia. Estos grupos iban dirigidos por segundones de la nobleza, como Godofredo de Bouillón, Raimundo de Tolosa y Bohemundo de Tarento.
Durante su estancia en Constantinopla, estos jefes juraron devolver al Imperio Bizantino aquellos territorios perdidos frente a los turcos. Desde Bizancio se dirigieron hacia Siria atravesando el territorio selyúcida, donde consiguieron una serie de sorprendentes victorias. Ya en Siria, pusieron sitio a Antioquía, que conquistaron tras un asedio de siete meses. Sin embargo, no la devolvieron al Imperio Bizantino, sino que Bohemundo la retuvo para sí creando el Principado de Antioquía.
Con esta conquista finalizó la Primera Cruzada, y muchos cruzados retornaron a sus países. El resto se quedó para consolidar la posesión de los territorios recién conquistados. Junto al Reino de Jerusalén (dirigido inicialmente por Godofredo de Bouillón, que tomó el título de Defensor del Santo Sepulcro) y al principado de Antioquía, se crearon además los condados de Edesa (actual Urfa, en Turquía) y Trípoli (en el actual Líbano).
Tras estos éxitos iniciales se produjo una oleada de nuevos combatientes que formaron la llamada Cruzada de 1101. Sin embargo, esta expedición, dividida en tres grupos, fue derrotada por los turcos cuando intentaron atravesar Anatolia. Este desastre apagó los espíritus cruzados durante algunos años.
Segunda Cruzada
Gracias a la división de los Estados musulmanes, los Estados latinos (o francos, como eran conocidos por los árabes), consiguieron establecerse y perdurar. Los dos primeros reyes de Jerusalén, Balduino I y Balduino II fueron gobernantes capaces de expandir su reino a toda la zona situada entre el Mediterráneo y el Jordán, e incluso más allá. Rápidamente, se adaptaron al cambiante sistema de alianzas locales y llegaron a combatir junto a estados musulmanes en contra de enemigos que, además de musulmanes, contaban entre sus filas con guerreros cristianos.
Sin embargo, a medida que el espíritu de cruzada iba decayendo entre los francos, cada vez más cómodos en su nuevo estilo de vida, entre los musulmanes iba creciendo el espíritu de yihad o guerra santa agitado por los predicadores contra sus impíos gobernantes, capaces de tolerar la presencia cristiana en Jerusalén e incluso de aliarse con sus reyes. Este sentimiento fue explotado por una serie de caudillos que consiguieron unificar los distintos estados musulmanes y lanzarse a la conquista de los reinos cristianos.
El primero de estos fue Zengi, gobernador de Mosul y de Alepo, que en 1144 conquistó Edesa, liquidando el primero de los Estados francos. Como respuesta a esta conquista, que puso de manifiesto la debilidad de los Estados cruzados, el papa Eugenio III, a través de Bernardo, abad de Claraval (famoso predicador, autor de la regla de los templarios) predicó en diciembre de 1145 la Segunda Cruzada.
A diferencia de la primera, en esta participaron reyes de la cristiandad, encabezados por Luis VII de Francia (acompañado de su esposa, Leonor de Aquitania) y por el emperador germánico Conrado III. Los desacuerdos entre franceses y alemanes, así como con los bizantinos, fueron constantes en toda la expedición. Cuando ambos reyes llegaron a Tierra Santa (por separado) decidieron que Edesa era un objetivo poco importante y marcharon hacia Jerusalén. Desde allí, para desesperación del rey Balduino III, en lugar de enfrentarse a Nur al-Din (hijo y sucesor de Zengi), eligieron atacar Damasco, estado independiente y aliado del rey de Jerusalén.
La expedición fue un fracaso, ya que tras sólo una semana de asedio infructuoso, los ejércitos cruzados se retiraron y volvieron a sus países. Con este ataque inútil consiguieron que Damasco cayera en manos de Nur al-Din, que progresivamente iba cercando los Estados francos. Más tarde, el ataque de Balduino II a Egipto iba a provocar la intervención de Nur al-Din en la frontera sur del reino de Jerusalén, preparando el camino para el fin del reino y la convocatoria de la Tercera Cruzada.
Tercera Cruzada
Las intromisiones del Reino de Jerusalén en el decadente califato fatimí de Egipto llevaron al sultán Nur al-Din a mandar a su lugarteniente Saladino a hacerse cargo de la situación. No hizo falta mucho tiempo para que Saladino se convirtiera en el amo de Egipto, aunque hasta la muerte de Nur al-Din en 1174 respetó la soberanía de éste. Pero tras su muerte, Saladino se proclamó sultán de Egipto (a pesar de que había un heredero al trono de Nur al-Din, su hijo de sólo 12 años que murió envenenado) y de Siria, dando comienzo la dinastía ayyubí. Saladino era un hombre sabio que logró la unión de las facciones musulmanas, así como el control político y militar desde Egipto hasta Siria.
Como Nur al-Din, Saladino era un musulmán devoto y decidido a expulsar a los cruzados de Tierra Santa. Balduino IV de Jerusalén quedó rodeado por un solo Estado y se vio obligado a firmar frágiles treguas tratando de retrasar el inevitable final.[cita requerida]
Tras la muerte del rey Balduino IV de Jerusalén, el Estado se dividió en distintas facciones, pacifistas o belicosas, y pasó a convertirse en rey, debido al enlace matrimonial que mantenía con la hermana del fallecido patriarca, el general en jefe del ejército unido de Jerusalén: Guido de Lusignan. Él mismo apoyaba una política agresiva y de no negociación con los sarracenos y abogaba por su sometimiento y derrota en combate, cosa a la que sus detractores se oponían habida cuenta de la inferioridad numérica que los cristianos tenían ante las tropas de Saladino. La radicalidad religiosa y el apoyo al brazo más radical de la orden de los Templarios en sus ataques a diversas localidades y estructuras sarracenas desembocarían en un enfrentamiento final entre Guy de Lusignan y el propio Saladino. De hecho, se hace culpable a Guy de Lusignan de la derrota y pérdida de Jerusalén por su obsesión en enfrentarse al ejército de Saladino y su falta de visión para la protección de la ciudad y de sus habitantes.
Reinaldo de Châtillon era un bandido con título de caballero que no se consideraba atado por las treguas firmadas. Saqueaba las caravanas e incluso armó expediciones de piratas para atacar a los barcos de peregrinos que iban a La Meca, ciudad muy importante para los musulmanes. El ataque definitivo fue contra una caravana en la que iba la hermana de Saladino, que juró matarlo con sus propias manos.
Declarada la guerra, el grueso del ejército cruzado, junto con los Templarios y los Hospitalarios, se enfrentó a las tropas de Saladino en los Cuernos de Hattin el 4 de julio de 1187. Los ejércitos cristianos fueron derrotados, dejando el reino indefenso y perdiendo uno de los fragmentos de la Vera Cruz.
Saladino mató con sus propias manos a Reinaldo de Châtillon. Algunos de los caballeros Templarios y Hospitalarios capturados fueron también ejecutados. Saladino procedió a ocupar la mayor parte del reino, salvo las plazas costeras, abastecidas desde el mar, y en octubre del mismo año conquistó Jerusalén. Comparada con la toma de 1099, esta fue casi incruenta, aunque sus habitantes debieron pagar un considerable rescate y algunos fueron esclavizados. El reino de Jerusalén había desaparecido.
La toma de Jerusalén conmocionó a Europa y el papa Gregorio VIII convocó una nueva cruzada en 1189. En esta participaron reyes de los más importantes de la cristiandad: Ricardo Corazón de León (hijo de Enrique II y de Leonor de Aquitania), Felipe II Augusto de Francia y el emperador Federico I Barbarroja (sobrino de Conrado III). Éste último, al mando del grupo más poderoso, siguió la ruta terrestre, en la que sufrió algunas bajas. Cerca de Siria, sin embargo, el emperador murió ahogado mientras se bañaba en el río Salef (en la actual Turquía) y su ejército ya no continuó hacia Palestina.
Barbarroja durante su estadía en el Reino de Hungría le había pedido al príncipe Géza, hermano del rey Bela III de Hungría que se uniese a las fuerzas cruzadas, así, un ejército de dos mil soldados húngaros partió al lado de los germánicos. Si bien luego de los conflictos bélicos el rey húngaro habría llamado de regreso a sus fuerzas, su hermano menor, Géza, permaneció en Constantinopla y desposó a una noble bizantina, puesto que no tenía buenas relaciones con Béla III.
Los ejércitos inglés y francés llegaron por la ruta marítima. Su primer (y único) éxito fue la toma de Acre el 13 de julio de 1191, tras la cual Ricardo realizó una matanza de varios miles de prisioneros. Esta matanza militarmente le dio oxígeno para seguir hacia el sur a su meta final: Jerusalén, y además le valió el nombre por el que sería reconocido en la historia, Corazón de León.
Felipe II Augusto estaba preocupado por los problemas en su país y molesto por las rivalidades con Ricardo Corazón de León, por lo que regresó a Francia, dejando a Ricardo al mando de la cruzada. Este llegó hasta las proximidades de Jerusalén, pero en lugar de atacar prefirió firmar una tregua con Saladino, temiendo que su ejército diezmado de 12.000 hombres no fuera capaz de sostener el sitio de Jerusalén. Pensando en una próxima cruzada y en no arriesgar militarmente una derrota que no les daría a los cristianos la posibilidad del control posterior de la Ciudad Santa, pactaron con el mismo Saladino, quien también estaba cansado y diezmado, la tregua que permitía el libre acceso de los peregrinos desarmados a la Ciudad Santa.
Saladino falleció seis meses después. Ricardo murió en 1199 por una herida de flecha en su regreso a Europa. De esta forma, se cerraba la Tercera Cruzada con un nuevo fracaso para los dos bandos, dejando sin esperanzas a los Estados francos. Era cuestión de tiempo para que desapareciera la estrecha franja litoral que controlaban. Sin embargo, resistieron aún un siglo más.
Cuarta Cruzada
Tras la tregua firmada en la Tercera Cruzada y la muerte de Saladino en 1193, se sucedieron algunos años de relativa paz, en los que los Estados francos del litoral se convirtieron en poco más que colonias comerciales italianas. En 1199, el papa Inocencio III decidió convocar una nueva cruzada para aliviar la situación de los Estados cruzados. Esta Cuarta Cruzada no debería incluir reyes e ir dirigida contra Egipto, considerado el punto más débil de los estados musulmanes.
Al no ser ya posible la ruta terrestre, los cruzados debían tomar la ruta marítima, por lo que se concentraron en Venecia. El dux Enrico Dandolo se coaligó con el jefe de la expedición Bonifacio de Montferrato y con un usurpador bizantino, Alejo IV Ángelo para cambiar el destino de la cruzada y dirigirla contra Constantinopla, al estar los tres interesados en la deposición del basileus del momento, Alejo III Ángelo.
Inicialmente, los cruzados fueron empleados para luchar contra los húngaros en Zadar, por lo que fueron excomulgados por el papa. Desde allí se dirigieron hacia Bizancio, donde consiguieron instalar a Alejo IV como basileus en 1203. Sin embargo, el nuevo basileus no pudo cumplir las promesas hechas a los cruzados, lo que originó toda clase de disturbios. Fue depuesto por los propios bizantinos, que coronaron a Alejo V Ducas. Esto provocó la intervención definitiva de los cruzados, que conquistaron la ciudad el 12 de abril de 1204. A la mañana siguiente, fueron informados de que disponían de tres días para dedicarse al saqueo y ejercieron su prerrogativa de forma nunca conocida hasta entonces. El saqueo de la ciudad fue terrible. Se desvalijaron y destruyeron mansiones, palacios, iglesias, bibliotecas y la propia basílica de Santa Sofía. Se ultrajó y asesinó a hombres, niños y mujeres hasta tal punto que el historiador Nicetas consideró que los sarracenos habrían sido más indulgentes.9 Europa occidental recibió un aluvión de obras de arte y reliquias sin precedentes, producto de este saqueo.
Con ello llegaba a su fin el Imperio Bizantino, que se desmembró en una serie de Estados, algunos latinos y otros griegos. De éstos, el llamado Imperio de Nicea conseguiría restaurar una sombra del Imperio Bizantino en 1261.
Los cruzados establecieron el llamado Imperio latino, organizado feudalmente y con una autoridad muy débil sobre la mayoría de los territorios que supuestamente controlaba (y nula sobre los Estados griegos de Nicea, Trebisonda y Epiro).
La Cuarta Cruzada asestó un doble golpe a los Estados francos de Palestina. Por un lado, les privó de refuerzos militares. Por otro, al crear un polo de atracción en Constantinopla para los caballeros latinos, produjo la emigración de muchos que estaban en Tierra Santa hacia el Imperio Latino, abandonando los Estados francos.
Las cruzadas menores
Quinta Cruzada
La Quinta Cruzada fue proclamada por Inocencio III en 1213 y partió en 1218 bajo los auspicios de Honorio III, uniéndose al rey cruzado Andrés II de Hungría, quien llevó hacia oriente el ejército más grande en toda la Historia de las Cruzadas. Como la Cuarta Cruzada, tenía como objetivo conquistar Egipto. Tras el éxito inicial de la conquista de Damieta en la desembocadura del Nilo, que aseguraba la supervivencia de los Estados francos, a los cruzados les pudo la ambición e intentaron atacar El Cairo, fracasando y debiendo abandonar incluso lo que habían conquistado, en 1221.
Sexta Cruzada
La organización de la VI Cruzada fue un tanto audaz. El papa había ordenado al emperador Federico II Hohenstaufen que fuera a las cruzadas como penitencia. El emperador había asentido, pero había ido demorando la partida, lo que le valió la excomunión. Finalmente, Federico II (que tenía pretensiones propias sobre el trono de Jerusalén) partió en 1228 sin el permiso papal. Sorprendentemente, el emperador consiguió recuperar Jerusalén mediante un acuerdo diplomático. Se autoproclamó rey de Jerusalén en 1229 y también obtuvo Belén y Nazaret.
Séptima Cruzada
En 1244 volvió a caer Jerusalén (esta vez de forma definitiva), lo que movió al devoto rey Luis IX de Francia (san Luis) a organizar una nueva cruzada, la Séptima. Como en la V, se dirigió contra Damieta, pero fue derrotado y hecho prisionero en El Mansurá (Egipto) con todo su ejército.
Octava y Novena Cruzada
25 años después; Luis IX de Francia una vez más organizó otra cruzada, la octava (1269), el plan era desembarcar en Túnez y moverse en tierra hasta Egipto; esto fue propuesto por Carlos de Anjou rey de Nápoles, con la intención de reunir las tropas en la próspera región comercial de Túnez dónde se obtendría fondos para la invasión. Desembarcaron desconociendo que había una epidemia de disentería en la región, Luis fue infectado y murió a los pocos días. (1270).
La Novena Cruzada a veces es considerada como parte de la Octava. El príncipe Eduardo de Inglaterra, después Eduardo I, se unió a la Cruzada de Luis IX de Francia contra Túnez, pero llegó al campamento francés tras la muerte del rey. Tras pasar el invierno en Sicilia, decidió continuar con la Cruzada y comandó sus seguidores, entre 1000 y 2000, hasta Acre, adonde llegó 9 de mayo de 1271. También le acompañaban un pequeño destacamento de Bretones y otro de flamencos, liderados por el Obispo de Lieja, que abandonaría la campaña en invierno ante la noticia de su elección como nuevo papa, Gregorio X. Eduardo y su ejército se limitaron a ser una guerrilla que luego de un año acabó con la firma de una tregua el 22 de mayo de 1272 en Cesarea. No obstante, era conocida por todos la intención de Eduardo de volver en el futuro al frente de una Cruzada mayor y más organizada, por lo cual enviaron un agente Hashshashin que apuñaló al príncipe con una daga envenada el 16 de junio de 1272. La herida no fue mortal pero Eduardo estuvo enfermo varios meses, hasta que su salud le permitió partir de vuelta a Inglaterra el 22 de septiembre de 1272.
Aunque Eduardo y algunos papas intentaron predicar nuevas cruzadas, ya no se organizaron más y, en 1291, tras la caída de San Juan de Acre, los cruzados evacuaron sus últimas posesiones en Tiro, Sidón yBeirut. A fin de cuentas, el único triunfo relevante de la Cristiandad durante los dos siglos de más de ocho cruzadas fue la toma de Jerusalén por Godofredo de Bouillon en la primera cruzada en el año 1099, la cual, a pesar de las matanzas de sarracenos y judíos (hombres, mujeres y niños), logró sostener la Ciudad Santa por muchos años, y encontró los objetivos marcados inicialmente por los defensores de la idea de reconquistar la tierra llamada santa para los cristianos de Europa.